
Quizá después de poco vamos a llamar «La noche de los cristales rotos» a este 12 de agosto de 2025, el día en que Daniel Noboa, Presidente en funciones de Ecuador, ha dado el paso que parece el comienzo de un cambio de régimen. El Presidente ya había sacudido al país con el anuncio de una próxima consulta popular, mediante la cual pretende reformar la Constitución; y tanto o más lo había alarmado convocando una manifestación pública contra una de nuestras más importantes instituciones, que él, como todo ciudadano, y más aun como representante legal del Estado, está obligado a respetar. Pero el 12 de agosto, en la Avenida 6 de diciembre, de Quito, apareció una gran pancarta con las fotografías de los jueces de la Corte Constitucional, a quienes en el cartel se acusa de estar «robando la paz del país». La noche anterior el Presidente orquestó una movilización nacional para la marcha que él encabezaría, ante las puertas de la Corte.
Es obvio que con todo esto el Presidente ha infringido la ley a través de una incitación al delito, lo que técnicamente podría dar lugar a un juicio político, una condena y la destitución del cargo del Presidente. Lo aterrador, sin embargo, es el sentido de este conjunto de acciones. La semejanza con «La noche de los cristales rotos» nazi es evidente; incuestionable. Después de la estigmatización a que fue sometida la Corte por el gobierno en las semanas anteriores, ahora el presidente da el paso a la agresión física, que al fin y al cabo es lo que se hace ahora con los jueces. Como en el caso de Alemania en 1938, Daniel Noboa ha lanzado un mensaje feroz, de naturaleza delictiva, a todo el país, a cualquiera que temerariamente intente no acatar la voluntad presidencial. ¿Qué será lo siguiente? ¿Las SA ecuatorianas atacarán el edificio donde funciona la Corte y quemarán sus oficinas? ¿Quemarán los carros de los jueces? ¿Los cuerpos de élite que no pueden con los narcotraficantes saquearán y destrozarán las viviendas de los familiares, amigos o simpatizantes? ¿Quemarán y destrozarán las puertas y ventanas de los opositores?
Tenían razón los juristas y analistas políticos que, en su gran compromiso cívico, examinaban responsablemente la consulta y afirmaban que esta, apuntando contra la Corte Constitucional, perseguía la extracción de la piedra angular de la vida de la República y del estado democrático, que en el modelo vigente no es otro que la distribución del poder del Estado en tres funciones. Según la acertada observación de los analistas, tal operación provocaría un grave resquebrajamiento del Estado de Derecho y traería consigo la pérdida de las últimas garantías reales con que cuentan los ciudadanos.
La «Noche de los cristales rotos» ecuatoriana no podía ser prevista, y no admite dudas. Los actos emprendidos por el Presidente ponen en evidencia cuán alejado se encuentra de los principios inherentes al cargo que ostenta; cómo ha capitulado ante la barbarie que dice enfrentar, abandonando la autoeducación en el espíritu de las leyes a que está obligado todo mandatario; de qué modo ha empezado a sembrar el terror y hasta dónde está dispuesto a llegar. Noboa se ha despojado de todo principio democrático y ha decidido a liderar al peor empresariado ecuatoriano y sus más abyectos voceros. La máxima de todos ellos, dice: «más importante que tener un país es hacer negocios y ganar dinero».
Con afán de acompañar los admirables esfuerzos de distinguidos juristas y analistas que en estos días se ocupan de este que quizá sea el momento más peligroso de la vida del país en los últimos quince años, me permito señalar algo que precede al argumento de la separación de poderes: un presidente, como todo servidor público, solo puede y debe ejecutar actos legítimos, y la legitimidad que ahora parece tener Daniel Noboa para hacer la consulta se desvanece inequívocamente si se tiene en cuenta que los ciudadanos le otorgaron no cualquier tipo de facultades, sino las que él demandó en su programa de gobierno y prometió bajo juramento cumplir en el acto de toma de posesión del cargo.
Concurrir a las elecciones con un «Programa de gobierno» está concebido en nuestra legislación como deber ineludible, sobre el cual se tiene que rendir cuentas. El programa de ADN y el juramento de que fue objeto en el acto de investidura de Daniel Noboa señalan el perímetro y los límites morales y legales de la acción de gobierno. En el documento registrado oficialmente y presentado a los ciudadanos no constaba la transformación del modelo de estado ni la ruptura del principio constitucional de distribución de poderes, ni la previsible mengua de garantías reales a los ciudadanos. Tal intención no fue declarada en ninguna forma ni medida. Como es fácil entender, un mandatario solo puede ejecutar aquello que el mandante le ha autorizado, y todo lo que vaya más allá carece de legitimidad. Así, el Presidente no puede llevar a cabo la consulta en lo relativo al Tribunal Constitucional o Corte Constitucional, pues su propuesta sobrepasa ostensiblemente lo autorizado por los ciudadanos y la legalidad del Estado. Por tanto, sea cual sea el resultado de la consulta, no tendrá validez, porque estará viciado de nulidad. De un acto ilegítimo no puede derivarse consecuencia legal alguna.
Pero el paso que ha dado el presidente, para hundirse en «la noche de los cristales rotos», de manos rojas, hacia la fuerza, la violencia y la crueldad como forma de gobernar y como componente fundador y conservador del derecho, hace que todo lo oscuro, sucio y amenazante que venía de fuera, no de dentro del Estado, aflore ahora en el centro de este hasta al punto de colmarlo. Desde este 12 de agosto ya no se trata solo de la democracia, la separación de poderes y la sustracción de garantías ciudadanas. Los propósitos de Noboa son atentatorios contra la república y la democracia, sin duda, pero son también amenazas radicales para la misma existencia, y mancillan todo intento de vida moral. Alcanzan el sustrato más íntimo: la dignidad.
Los actos del presidente son un ultraje y una afrenta a la dignidad del pueblo ecuatoriano. La Corte Constitucional representa esa dignidad y la personalidad moral de todos. Es la llamada a velar por el respeto a las normas que los ciudadanos se han autoimpuesto en el ejercicio de su soberanía y su libertad humana y política para convivir unos con otros. Atacarla y someterla constituye una infame negación de la calidad de seres racionales y deliberantes de los ecuatorianos. He ahí la más grave injuria. Pues si bien los juristas tienen razón en sus señalamientos, debería ser una evidencia que la más profunda de las piedras que sustentan la iglesia de la vida en común es la conservación de la dignidad de todos, a la que se agravia con la persecución a los jueces, la asignación de la vigilancia a quien debe ser vigilado y la pretensión de que la institución que protege los derechos sea susceptible de condena.
Con sus actos, el presidente convierte a la república fundada en 1830 en una institución irrisoria y degrada a los ecuatorianos de su condición de ciudadanos a la de meros súbditos, sin dignidad, sin garantías ni derechos, sin otro horizonte que la obediencia.
Si en el estado de Guerra Interna decretado el presidente estimara indispensable contar con más facultades que las otorgadas por la actual legislación, su deber democrático es constituir un Consejo Consultivo o propiciar un Foro de Debate al más alto nivel, es decir, convocar al más sutil, honesto y técnico pensamiento jurídico ecuatoriano para satisfacer la necesidad de mayores facultades, sin mengua de la dignidad y los derechos de los ecuatorianos. Pero los infamantes propósitos del presidente no dejan a los ciudadanos más opción que movilizarse y levantar un muro contra los nuevos pasos que sin equivocación posible solo pueden conducir a la muerte o el envilecimiento. Si fuera necesario, los ecuatorianos volveremos al punto cero, y comenzaremos otra vez, hasta acertar con el futuro.
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